La gran ciudad era 
                    maravillosa. Las cúpulas de sus edificios parecían tocar el 
                    cielo y sus muros, revestidos de oro, le daban un aspecto 
                    resplandeciente. Estaba rodeada por un bello paisaje de 
                    cerros azules y de lozana vegetación. Los dilatados campos 
                    de cultivo y las praderas llenas de ganado le aseguraban una 
                    vida de abundancia.
                    Sus habitantes usaban un lujo 
                    desmedido y en todo revelaban ostentación y derroche; hasta 
                    las herraduras de los caballos eran de plata. La soberbia 
                    que los caracterizaba llegaba al extremo de que, si se les 
                    caía el sombrero, un objeto cualquiera y aún dinero, no se 
                    inclinaban siquiera para mirarlos, mucho menos para 
                    recogerlos.
                    Sólo vivían para la vanidad, 
                    la holganza y el placer. Fueron perdiendo poco a poco la 
                    piedad, el respeto y la dignidad. Eran, 
                    además, mezquinos e insolentes con los pobres, y 
                    despiadados con los esclavos.
                    Un viejo sacerdote les 
                    predijo desde el púlpito que, si no volvían a sus antiguas 
                    costumbres y a la vida sencilla y pura, 
                    la ciudad sería destruida por un terremoto. Todo el mundo 
                    hizo burla de la predicción, y la palabra terremoto 
                    se mezcló a los chistes más atrevidos e insolentes. La vida 
                    de la ciudad siguió siendo cada vez más vana y licenciosa.
                    Un día, un trueno 
                    ensordecedor anunció el terremoto. Tembló la tierra. Se 
                    abrieron grandes grietas que tragaron las casas y las 
                    gentes, y lenguas de fuego quemaron cuanto podía sobrevivir.
                    Ni las ruinas quedaron de la 
                    opulenta ciudad de Esteco. Un campo árido y desolado la 
                    reemplaza (1).
                    (1) 
                    Nos atenemos a las versiones enviadas por los maestros: Sra. 
                    Clara corte de Cazón y Sres. Héctor 
                    Ugarte, Alfredo T. Leiva y Salvador Etopiñán, de Jujuy; 
                    Srta. Lya Hallmer y Pastora Lobo, de Salta; Sra. Adolfina M. 
                    de Burela.
                    La primitiva ciudad de Esteco 
                    estuvo situada en la márgen izquierda del río Pasaje, a ocho 
                    leguas al sur de El Quebrachal, en el Departamento de 
                    Anta, Salta.
                    Cuando Alonso de Ribera en 
                    1609 fundó la ciudad de Talavera de Madrid, los antiguos 
                    pobladores de Esteco - que en parte vivían en la población 
                    próxima que la reemplazó, Nueva Madrid de las Juntas - 
                    vinieron a ella, y comenzaron a llamarla Esteco el Nuevo, 
                    nombre que se impuso sobre el oficial. Pronto se enriqueció, 
                    por ser un importante centro de comercio. A ésta se refiere 
                    la leyenda ( ver nota de Juan Alfonso Carrizo, en su 
                    “cancionero de Salta” ).
                    Según el Padre Lozano su 
                    evangelización fue encargada al famoso Padre Alonso de 
                    Bárzana.
                    El Padre Techo dice que fue 
                    destruida por un gran terremoto en 1692.
                    La leyenda popular mantiene 
                    vivo, al cabo de siglos, el recuerdo de su existencia.