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JUANA AZURDUY

Capitulo III

Manuel Ascencio Padilla y Juana Azurduy se reen­contraron cuando ella regresó a Chuquisaca luego de abandonar el convento. Otra vez fue evidente que sería muy difícil la convivencia con sus tíos y tutores, y doña Petrona y don Francisco convinieron que la joven viviría en las fincas de su padre, don Matías, colaborando en su manejo, ya que a su tío le estaba resultando difícil administrarlas: la vejez se había abalanzado cruelmente sobre él con achaques e invalideces.

Otra vez en Toroca, Juana parece retomar la huella que su padre había trazado para su hija predilecta. Reencuentra allí la libertad, la acción, la naturaleza. Recorre al galope las vastas extensiones y comparte la mesa con cholos e indios, recobrando el quechua y aprendiendo el aymara, compenetrándose de infortunios que poco debían al destino y mucho a la insen­sibilidad de los poderosos, asistiendo impotente a inútiles ceremonias que no conjuraban muertes pro­vocadas por el hambre y la intemperie, constatando con rabia que a los veinte años los mineros eran ya ancianos con sus pulmones estragados por el socavón. Así, va consolidándose en su interior lo que sería su compromiso en la lucha contra la pobreza y la arbitrariedad ejercida en quienes más sufren la dominación extranjera: criollos, cholos e indios. También de la mujer, marginada por una sociedad pacata que calca con excesos los remilgos de la ibérica.

Para combatir la soledad de esa casa húmeda y espaciosa en la inmensidad de la campaña, Juana con frecuencia visita a su vecina, la esposa de don Melchor Padilla, madre de Pedro y de Manuel Ascencio, quienes suelen ausentarse por largos períodos arreando el ganado y transportando las mieses que van a vender en las ferias.

Doña Eufemia Gallardo de Padilla recibe a su joven vecina con alegría y satisfacción, y seguramente el encuentro entre Juana y Manuel es planeado por ella, quien ve en la muchacha un buen partido para el segundo de sus hijos.

Juana, vigorosa y llena de ardores, era escéptica en cuanto a su posibilidad de encontrar un hombre a su medida, ya que éste debería ser no sólo bien parecido y físicamente fuerte sino que también debía poseer una personalidad suficientemente sólida como para no ser avasallado por ella. El impacto al encontrar a un Manuel Ascencio hecho hombre debió de haber sido enorme y poderosamente conmovedor, pues el joven reunía aquellas virtudes en grado superlativo: era alto, notablemente musculoso, de hombros anchos y cintura estrecha, de fracciones armónicas y varoniles; su voz era ronca, e imponía respeto, y cuando hablaba lo hacía con convicción, Pero lo que impactó a Juana era lo que Manuel decía: también a él le conmovía él infortunio de aquellos hombres y mujeres de piel cobriza a quienes los demás de su misma clase acomodada trataban como si no fueran humanos.

Ella escuchaba con amoroso interés el relato de una escena que había calado muy hondo en el joven, cuando de niño había asistido a la bárbara ejecución del aymara Dámaso Catari, quien había sublevado a miles de indios de la región, hartos de tanto vejamen, manteniendo en jaque durante varios meses a los regidores hispánicos y a sus ejércitos.

El jefe rebelde, apresado por la traición de uno de sus lugartenientes, desfiló ante los ojos del pequeño Manuel Ascencio atado sobre una mula, su cuerpo bamboleante enrojecido por los azotes y, lo que más se había grabado en su memoria, dejando un reguero de sangre entre las huellas de los cascos de su montura enjaezada ridículamente.

El joven Padilla relataba a la atenta Juana que tam­bién mucho le había impresionado que las personas honorables y respetables de Chuquisaca insultaran y arrojasen piedras contra aquel pobre infeliz, indefenso, patibulario, que a pesar de todo se esforzaba, y casi lograba, por mantener una cierta dignidad qué no alcanzaba a disimular su terror.

-Parecían fieras...

Durante un largo tiempo su padre prohibió al niño jugar en la plaza, como solía hacerlo hasta entonces. Manuel Ascencio no alcanzaba a comprender tal imposición hasta que una compungida sirvienta india, a escondidas, lo llevó para que, ocultos detrás de uno de los arquibotantes de la catedral, observaran algo que, en principio, el niño no alcanzó a descifrar.

-Parecía un largo trapo oscuro colgado de un palo -contaba con sus ojos húmedos mientras Juana, sin darse cuenta, llevada por el relato, le tomaba una mano, solidaria.

-Es don Dámaso- había susurrado la india, temblando de pies cabeza, que era su forma de llorar.

Juana siempre amó y admiró a Manuel, en quien seguramente encontró a alguien similar a su idealizado padre, y reprodujo una relación en la que se sentía alentada a emplear con libertad y audacia sus capacidades físicas e intelectuales. Es ese respetuoso y encendido amor que siempre sentirá por su esposo lo que hace que cuando Manuel Ascencio decide lanzar­se a la lucha contra el opresor Juana no duda en unír­sele, pero de la forma en que ella concibe la unión entre hombre y mujer: luchando a la par.

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