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JUANA AZURDUY

Capítulo XXIV

Don Manuel Ascencio Padilla murió como había vivido: heroicamente, y en la única forma que hom­bres como él morían en ese entonces: ferozmente.

Los realistas habían acumulado más fuerzas que nunca con el objetivo de liquidar a la guerrilla de los esposos. En Tinteros, Padilla con 1000 indios y 150 fusileros había triunfado sobre sus enemigos, aunque a costa de importantes pérdidas entre las que se encontraban Feliciano Azurduy y Pedro Barrera.

En Pitantora la columna de Prudencio Miranda había sido atacada por los tablacasacas, pero había logrado contenerlos y luego ponerlos en fuga. No tuvo tanta suerte el guerrillero Lorenzo Granieta, cuya partida fue deshecha en Tipoyo.

Para Juana y Manuel Ascencio era evidente que su situación era más comprometida que nunca, ya que sus espías les informaron que Miguel Tacón con 2000 hombres había partido de Chuquisaca en una acción combinada con Francisco Javier de Aguílera, quien con 700 hombres también avanzaba desde Vallegran­de. La finalidad era tomar a los Padilla entre dos fue­gos.

Padilla, que siempre tuvo un alto sentido de la estrategia militar, ordenó a los montoneros de Yampa­ráez y Tarabuco, dirigidos por Carrillo, Miranda y Ser­na, que salieran al encuentro de las fuerzas de Tacón para detenerlas. El a su vez se atrincheraría en La Laguna para cortar el avance de Aguilera.

Pero la prolongación de una guerra desfavorable y la irrefutable evidencia de que las fuerzas argentinas ya no volverían, por lo que el triunfo de los patriotas era, más que difícil, imposible, fomentaban las deser­ciones en las filas rebeldes y también las traiciones. El guerrillero Mariano Ovando, quien había pertenecido a las partidas guerrilleras y que conocía a fondo las costumbres y las tácticas de los Padilla, se pasó al bando contrario y enseñó al coronel Aguilera la senda para llegar a La Laguna velozmente adelantándose a Manuel Ascencio.

Los expertos que han estudiado la batalla de La Laguna aseguran que Padilla equivocó la táctica, ya que tratándose de un campo abierto envió a su infe­rior infantería por el centro a atacar las fuerzas rivales mientras la caballería al mando de Cueto debía embes­tir contra la retaguardia enemiga.

Pero a su frente estaba el coronel Aguilera, un hombre de gran coraje y curtido en muchas batallas, quien odiaba hondamente a Padilla y no sabía lo que era el miedo. Las tropas realistas aguantaron a pie fir­me el ataque patriota y luego avanzaron resueltamen­te, envolviendo al enemigo y entablando una lucha cuerpo a cuerpo sangrienta que duró varias horas., al cabo de las cuales los guerrilleros se vieron obligados a retirarse en desorden.

La catástrofe pudo evitarse porque la caballería de Cueto alcanzó a sostener su orden y protegió admira­blemente la fuga de los infantes.

Esto sucedió el 13 de septiembre de 1816. Al día siguiente, Padilla entró al Villar con las fuerzas que le quedaban y allí acamparon en el santuario, que era el lugar prefijado para el encuentro, y esperó a que se le fueran juntando quienes vagaban dispersos por la zona.

Allí estaba también doña Juana, quien había queda­do como reserva con algunos guerrilleros y una pieza de artillería, custodiando el parque de municiones y la caja de caudales.

Las heridas, la derrota y el agotamiento hicieron que los rebeldes perdieran reflejos de prudencia que eran la única garantía de supervivencia en esa guerra tan despiadada. Pero por sobre todas las cosas, nunca sospecharon, porque nunca se habían enfrentado con un jefe como Aguilera, que los seguiría con tanta tena­cidad y sigilo al mando de una fuerte columna de caballería, cayendo sobre los guerrilleros como un alud de pólvora y metralla sin darles tiempo de orga­nizarse y matando a quienes no lograban huir.

La sorpresa, esta vez, sembró pánico y desorden en las filas de los perpetuos sorprendedores. La teniente coronela, imperturbable, acudió sin hesitar a la resis­tencia, con ese vigor nunca desmentido, luchando en primera línea, recibiendo un proyectil en la pierna al iniciarse la lucha y enseguida otro aún más grave en su pecho, aunque se esforzó por que los suyos no se apercibiesen de ello, resistiendo la creciente vehemen­cia del dolor y el sangrado para no provocar el desá­nimo en las filas patriotas.

Leamos la algo pomposa y emocionada descripción de Joaquín Gantier:

"Deshechas las columnas libertadoras, cundió el desorden en el campamento y no se dejó espe­rar el desastre. Minutos después los ‘Leales’ y todos huían sin escuchar la imponente voz de su caudillo, ni las amonestaciones de la heroína que aún luchaba a brazo partido.

"Solos ya los esposos Padilla, fueron los últi­mos en abandonar el teatro póstumo de sus heroicas hazañas. Padilla, seguido del padre Mariano Polanco y una mujer que acompañaba a doña Juana, que iba en último término, se ale­jaban precipitadamente, pero tarde... Un grupo de caballería a cuya cabeza se precipitaba Agui­lera estaba apunto de apresar a doña Juana, lo cual notando el valeroso y ejemplar esposo tornó bridas para salvar a su amada compañera, des­cargó sus pistolas logrando derribar a uno de los oficiales, entretanto, ganaba distancia doña Juana.

"Mas, había llegado el término de las fatigas para el óptimo espíritu del valeroso guerrillero que trabajó e hizo más resistencia que los gran­des ejércitos contra las fuerzas coloniales y pasa­se al reposo de la inmortalidad.

"Cargando con el arrojo del que mide el peli­gro y hace abnegación de su vida, sable en mano se lanzó contra sus enemigos, pero pronto una bala hirió de muerte al indomable caudillo que desplomado cayó para dar reposo a su fati­gado organismo y la ascención triunfal a su generosa alma ".

El coronel Aguilera decapitó al derribado Padilla allí mismo, y a continuación, con sus manos ensan­grentadas y con una feroz expresión de triunfo en su rostro alzó el macabro trofeo por los pelos y lo exhi­bió a soldados y oficiales que prorrumpieron en alari­dos de victoria.

Luego, con el mismo sable chorreante, destroncó también a la amazona que iba al lado de Manuel Ascencio y que erróneamente creyeron que era doña Juana.

El mismo Aguilera, satisfecho, anticipando el júbilo que la noticia provocaría en sus superiores en Lima, encajó los cuellos en el extremo de largas picas que ­luego alzaron en la plaza de El Villar para terror y escarmiento de quienes desearan oponerse al rey.

Existe otra versión de la muerte de Padilla y es la que dio el arriero traidor, Manuel Ovando, cuya decla­ración fue recogida por el doctor Adolfo Tufiño en 1882, cuando Ovando contaba 105 años de vida:

"Cuando las armas patriotas flaquearon ante las impetuosas cargas de los realistas, dejando un sinnúmero de muertos, emprendió Padilla la fuga, así como los demás, por la abra de la baja­da a Yotala.

"Nunca se me hubiera proporcionado mejor ocasión para realizar mi meditada venganza, no perdía de vista al guerrillero en el combate; y tan luego que torció la brida y apretó los ijares de su mula, me apresuré a seguir a Aguilera que se propuso perseguirlo personalmente; pero su bestia fátigada y sin aliento para tal acto se lo impedía, es que entonces aprovechando del brío de mi caballo, me precipité tras el Caudillo, él me amenazó al darse vuelta con la pistola amarti­llada, la que en su desgracia había estado sin cargar. Bajaba precipitadamente envuelto en su poncho de castilla color aurora y a dos brin­cos me puse a corta distancia de él, en media bajada a Yotala, donde le descargué dos tiros sucesivos de pistola, que lo derribaron en  tierra bañado en su sangre; es entonces que descabal­gándome y encontrándolo exánime, me asomé con el puñal a cortarle la cabeza, acto que tra­tó de impedírmelo el intruso padre Polanco, conocido por "el Tata", pretexto de prestarle los auxilios espirituales, pero una amenaza enérgica de mi parte, apartó de la escena al desgra­ciado sacerdote, mi paisano.

"La cabeza del Caudillo fue presentada a Aguilera quien se la llevó a La Laguna a exhibir­la en una pica".

Juana Azurduy, mientras tanto, sosteniéndose ape­nas sobre su cabalgadura debido a la importancia de las heridas que la iban vaciando de sangre, continuó la huida acompañada de unos pocos leales. Pronto la alcanzarían los informes de que su marido había sido muerto y, a diferencia de otras tantas veces en que ella confió en que la sagacidad y el coraje de Manuel Ascencio desmentirían tal tragedia, esta vez estuvo segura de que nuevamente el destino le había asesta­do un terrible golpe. Dudó en volver atrás para ella también inmolarse junto a su querido esposo, pero, demasiado débil y convencida por sus compañeros, continuó la difícil fuga hacia el valle de Segura de tan funestas memorias.

Su misión como nueva jefa de las fuerzas guerrille­ras era poner a salvo el tesoro, al que el historiador y general español García Camba llamó el "depósito de sus rapiñas", tasado en aproximadamente 60.000 duros.

 En realidad lo que doña Juana más anhelaba en esos lúgubres momentos era poner a salvo a su hija Luisa, y llevar consigo una caja de madera en la que los Padilla guardaban sus papeles. Entre ellos su designación como teniente coronela.

 

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