Cedros del Líbano, álamos, 
							olivos, casuarinas, nogales y robles formaban el 
							parque de la estancia El Pino. Se trata no de una de 
							las más antiguas, sino la más antigua de las 
							estancias bonaerenses. 
							En 1698 ya se la conoce como 
							propiedad de don Felipe de Argibel (que a veces 
							aparece como Arguibel). Aunque fue vendida varias 
							veces, esta familia y su descendencia fueron 
							propietarias la mayor parte del tiempo. De esta 
							familia descienden las hermanas Encarnación y María 
							Josefa Ezcurra y Argibel. La primera, esposa de Juan 
							Manuel de Rosas. 
							En la venta realizada en 1801 se 
							menciona la existencia de una capilla, una pulpería 
							y varios esclavos. Dos de ellos, negros, Manuel 
							Forecete, que dice ser sano (74 años, valuación 0,60 
							pesos) y Antonio Arguibel (12 años, valuación 2,20 
							pesos) y dos pardos, uno que dice ser quebrado y 
							otro sano (a 1,50 y 3 pesos, respectivamente). 
							En otra de las compraventas, en 
							1807, la esposa de don José María del Pino la 
							adquirió para su marido, y de allí su nombre. Por la 
							insistencia en el error hay que decir que no se 
							trata del virrey del Pino. Luego, Juan Manuel de 
							Rosas fue propietario de El Pino por su matrimonio 
							-ya mencionado- con Encarnación Ezcurra y Argibel.
							
							Como estancia histórica, mucho de 
							allí comenzó a ser leyenda no bien sucedió; hechos, 
							personas y cosas que familia y vecinos transmitieron 
							a veces corregido, otras aumentado. 
							Hay quien asegura que Juan 
							Lavalle llegó un día a El Pino después de una 
							cabalgata feroz. 
							-El patrón no está, pero, 
							acuéstese, hombre, en algún lugar -alcanz ó a 
							decirle la cocinera. 
							Un Lavalle deshecho encontró una 
							cama y se durmió en el acto. Cuentan que a la mañana 
							siguiente, Rosas, el patrón en cuya cama se había 
							tirado Lavalle, lo despertó con un mate. 
							-Es usted muy confiado. 
							-Siempre estoy seguro en la casa 
							de un caballero -dicen que contestó Lavalle. 
							Mientras tomaban mate, Lavalle y el Restaurador 
							acordaron lo que finalmente se firmó como Pacto de 
							Cañuelas. 
							Algunos corrigen diciendo que el 
							descanso de Lavalle fue apenas una siesta. De lo que 
							no hay duda -ya que aún están los indicios- es que 
							Rosas tenía en su cuarto una puerta que se cerraba 
							herméticamente y que en caso de necesidad lo llevaba 
							a donde permanentemente había un caballo ensillado a 
							fin de salir solapado, si fuera el caso. 
							Esto es, después de la puerta 
							trampa, en el entrepiso había pasadizos. No lejos de 
							esa salida, la capilla de columnitas barrocas y 
							escudo familiar en el altar -circa 1800- consagrada 
							a la Virgen de las Mercedes, junto a un San Jorge 
							con su dragón fue el oratorio de las hermanas 
							Ezcurra y de Manuelita Rosas. 
							No hace tanto hubo en el pago un 
							ardiente exegeta e improvisado guía. "Aquí Rosas se 
							sentaba a tomar mate", decía a quien quisiera oírlo, 
							señalando con todo entusiasmo un árbol. "Y meditaba 
							durante horas", agregaba. Todo hubiera estado bien 
							si el buen hombre hubiera reparado en que el árbol 
							apenas tendría unos treinta años y corría el año 
							1963, más de un siglo desde el exilio del 
							gobernador, más de un siglo de aquello de Caseros.
							
							Con el mismo fervor avisaba: 
							"Esos eran los fosos para trampear a los indios 
							maloqueros". Decirle que esa hondonada se formó con 
							el agua de la última inundación y que no se sabe que 
							hubiera malones por allí en ese entonces, hubiera 
							sido una maldad. De manera que, mejor, darle la 
							razón. . 
							Más ventas 
							El Pino fue vendida por Rosas al 
							perder la batalla de Caseros y con el producido de 
							la venta -cien mil pesos- se instaló en Inglaterra, 
							en Southampton. 
							Pasó el tiempo y llegaron los de 
							Lorenzo Ezcurra, cuando la cría de ovejas Lincoln 
							llevaba todos los esfuerzos del patrón y arrasaba 
							con los premios internacionales. Por eso, gran parte 
							de la estancia se arrendaba a los invernadores, 
							quienes, según los documentos, eran todos vascos: 
							Arrieta, Althabe, Anzaño y demás. 
							Mientras tanto, se fueron 
							formando los parajes de Gregorio de Laferrère, 
							González Catán, Virrey del Pino y finalmente, la 
							casa de El Pino pasó a ser museo. 
							Antes de eso, en los años 20 del 
							siglo pasado, la hoy atestada ruta 3 era de tierra, 
							el casco de El Pino estaba a 200 metros y los 
							entonces niños Ezcurra salían corriendo a ver el 
							espectáculo del único auto que de tarde en tarde 
							pasaba en una nube de polvo. 
							Fuente: Por Carmen Verlichak y 
							Marcelo Uriburu 
							LA NACION - Rincón Gaucho