Resulta difícil imaginar cómo se 
							organizaban las estancias cuando no existían el 
							alambrado ni el cerco y había que aquerenciar la 
							hacienda en un pedazo del campo abierto en el que se 
							establecía como referencia unos postes de ñandubay. 
							La imagen parece estar más lejos para quien ha visto 
							de cerca el mejoramiento de los rodeos, impensable 
							sin corrales. 
							Hay, sin embargo, un camino de 
							retorno hacia el paisaje original y las rutinas de 
							trabajo de los primitivos ganaderos: el libro La 
							historia del alambrado en la Argentina, de Noel H. 
							Sbarra, publicado por primera vez en 1955 y 
							reeditado por la empresa Acindar hace poco tiempo. 
							Se trata de una "biografía del alambrado", según las 
							palabras del autor. La obra aporta datos curiosos 
							sobre la evolución del negocio ganadero en una pampa 
							que empezaba a ponerse en orden, tal como pretendía 
							Domingo F. Sarmiento. "Gasten lo que sea necesario y 
							hagan estable su fortuna... ¡Cerquen, no sean 
							bárbaros!", había dicho en El Nacional. La estancia 
							abierta, con la consecuente dispersión del ganado y 
							el robo del mismo por parte de unos y otros, con la 
							excusa o la justificación de tratarse de marcas 
							desconocidas, era el extremo contrario de la 
							civilización que Sarmiento promovía. 
							Organización del espacio 
							
							Valiéndose de documentación de 
							época, Sbarra traza una línea de tiempo que incluye 
							los rincones o rinconadas -en los que se retenía a 
							los animales gracias a barreras naturales-, la 
							zanja, la pirca, los cercos vivos y, finalmente, el 
							alambrado y los postes, mejora gracias a la cual la 
							producción se convirtió en una verdadera industria. 
							Sin ese adelanto no hubiera sido posible proveer de 
							carnes y cereales a los mercados externos. Sin 
							embargo, la delimitación de la propiedad y de las 
							áreas de trabajo fue sólo un aspecto del cambio 
							radical que vino con el alambrado. También se 
							modificaba la manera en que los hombres se 
							apropiaban del paisaje, sobre todo aquellos que 
							"cortaban campo" donde querían para llevar la 
							hacienda a destino. "Yo soy criollo de estos campos 
							-había dicho el gaucho por todo argumento- y no hay 
							derecho a cerrar el camino que conozco desde los 
							tiempos de Catriel. Abran el cerco que quiero pasar 
							con mi tropilla", relata Edmundo Wernicke en 
							Memorias de un portón de estancia. El episodio había 
							sido protagonizado en 1884 por un gaucho y un 
							alambrador vasco que le dio muerte porque aquél se 
							negaba a hacer una legua y media más para llegar a 
							la tranquera y pretendía que él cortara el alambre 
							recién tendido. 
							Este es un solo un ejemplo de la 
							infinidad de conflictos que provocó la introducción 
							del alambrado. De hecho, hubo legislación que 
							intentó evitar los abusos de algunos propietarios 
							que cerraban caminos para incorporarlos a sus campos 
							o los estrechaban para aumentar su superficie. 
							Sbarra, médico de profesión, 
							inquieto conocedor de las cosas del campo, 
							reconstruye el escenario antiguo: "Cambiaron las 
							modalidades de las primitivas faenas rurales y hasta 
							las costumbres. Cesaron las rondas nocturnas para 
							impedir la dispersión del ganado y la obligación de 
							«dar rodeo» para apartar los animales de marca 
							distinta. Se terminaron las boleadas de avestruces o 
							de venados y gamas... La pampa fue domesticada: la 
							llanura ilímite quedó encerrada en la jaula 
							brilladora de los alambrados. Ya no es la pampa de 
							Mac Cann, que la discurrió a su antojo; ni la de 
							Darwin, al que impresionó hondamente su «silencio de 
							muerte», ni la de los increíbles baquianos -el Ñato 
							Pancho Sosa, el tehuelche Ayalepe, Eusebio Carabalo, 
							que conocía palmo a palmo la rastrillada a Salinas 
							Grandes, y sustituyó en el oficio al legendario Juan 
							Gorosito- ni la de Hudson, que supo como nadie de 
							sus aves, sus pastos, sus flores humildes; ni la de 
							Sombra, el resero inmortal, que fue el último que la 
							vio abierta «a los cuatro vientos»." 
							Aquel espacio infinito en su 
							vacío, esa pampa apenas cortada en su perspectiva 
							por un rancho o un fortín, empezó a ser en la 
							memoria de todos la imagen del paraíso perdido. 
							Historia de las aguadas y el molino, la otra obra de 
							Sbarra, y la colección que dirigió para la editorial 
							La Facultad, compuesta entre otros títulos por Breve 
							historia de la colonización agrícola en Argentina, 
							Hombres del surco, Historia de los saladeros 
							argentinos, Rastrilladas, huellas y caminos, pueden 
							aproximarnos a esa tierra que incorporaría progresos 
							a medida que perdería su libertad original. 
							Fuente: Por Analía H. Testa de la redacción de 
							LA NACION - Rincón Gaucho