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EL FOLKLORE, UN PASADO TODAVÍA PRESENTE


La trayectoria de la palabra folklore y de la ciencia a la que ella denomina ha sido muy rica en la Argentina; baste nombrar a Juan B. Ambrosetti, a Paul Groussac y a Félix Coluccio, entre otros

 

Desde que la ciudad y la aldea se separaron y, al contemplarse a la distancia, tomaron conciencia de su alteridad, cada una de estas configuraciones sociales fue intensificando sus diferentes preferencias. La ciudad buscó la innovación, la aldea afirmó el prestigio de la tradición y ambas, con natural polirritmia, continuaron comunicándose y enriqueciéndose mutuamente.

Los imperios de América tenían ya sus ciudades cuando arribaron lo europeos en el viaje histórico de las carabelas de Cristóbal Colón, y seguramente también entre esos centros urbanos y las aldeas de su propio continuo cultural, se venía produciendo idéntico proceso. Lo cierto es que, cuando la "cultura de conquista" poscolombina inundó las tierras americanas, pronto hubo nuevas ciudades, comunicadas con lejanas comarcas del resto del mundo, que aportaron creaciones generadas por el quehacer innovador de su tiempo, y jóvenes aldeas que comenzaron a leudar la rica masa de su cultura tradicional con las sustancias integradas por las vivencias inmediatas y ancestrales de los aborígenes y las también inmediatas y ancestrales de los conquistadores, incluidas las influencias africanas y orientales que con ellos venían. No fue un amasijo arrebatado por la prisa, fue un pan sabiamente amasado por aquellas comunidades en formación, cuya cocción exigió años y siglos de paso por el fuego de la depuración generacional hasta lograr el milagro de un producto cultural siempre renovado, iempre cambiante gracias a las aportaciones de la creativa ciudad y a las de los mismos miembros de la comunidad pueblerina, cuyos nombres no importan sino como intérpretes del gusto popular y por eso se borran y dejan paso a la voz consagratoria del pueblo todo, que repite, cambiándola infinitas veces, su creación hecha patrimonio común.

En las distintas áreas culturales de lo que es hoy el territorio de la República Argentina coexistían así, a fines del siglo XIX, complejos culturales cargados de identidad local: los habitantes del Tucumán, del Chaco, de Cuyo, de La Pampa, de la Patagonia, sorprendían a los viajeros y a los escasos observadores coterráneos por la riqueza de sus destrezas físicas y de sus conocimientos empíricos sobre el ser humano y sobre la naturaleza, de su música, de sus cantares, de sus bailes, de sus narraciones y mitos, de sus creencias, devociones, fiestas y ceremonias y de todo cuanto constituía sus respuestas a cada necesidad espiritual, social o material del individuo encomunidad.

Darse cuenta

Todo eso estaba, con plena vigencia, en nuestra patria, ya formada y organizada como Nación moderna. Sólo faltaba darse cuenta de ello, poder nombrarlo, identificarlo y dedicarse a documentarlo, a describirlo, a clasificarlo, a compararlo, a sistematizar su exposición de manera adecuada para la ciencia. Esto podía hacerse de muchas maneras pero ¿por qué innovar si en un artículo publicado con pseudónimo en el semanario The Athenaeum / / de Londres el 22 de agosto de 1846, el anticuario inglés William John Thoms, había propuesto para el estudio de este mismo tipo de materiales existentes en su país, el nombre de Folk-Lore, saber popular, que ya se había extendido por Europa y América para designar no sólo a la disciplina sino también al objeto de su estudio?

Fue don Samuel Lafone Quevedo, un émulo del legendario Mr. Oldbuck, de la novela El anticuario, de Walter Scott, un lejano cofrade de Thoms, nacido en Montevideo y radicado en Catamarca -en na finca de nombre indígena ("Pilciao" ) que era como el sueño del antropólogo con campo de estudios propio-, quien, tras enviar al diario de Bartolomé Mitre un nutrido epistolario entre los años 1883 y 1885, publicó aquellos testimonios en 1888 en un tomo titulado Londres y Catamarca. Cartas a LA NACION , en cuyas páginas preliminares utilizó, aparentemente por primera vez en la Argentina (según Carlos Vega), el vocablo Folk-Lore.

La trayectoria de esta palabra y de la ciencia a la cual, en su primera acepción, ella denomina, ha sido muy rica en nuestro país. La generación de Lafone incluyó a precursores como Juan Bautista Ambrosetti, Paul Groussac, Martiniano Leguizamón, Robert Lehmann-Nitsche, Adán Quiroga, Juan Pedro Ramos, Ricardo Rojas. De la siguiente han surgido nombres de resonancia internacional, como Isabel Aretz, Bernardo Canal-Feijóo, Juan Alfonso Carrizo, Félix Coluccio, Augusto Raúl Cortazar, Bruno Jacovella, Rafael Jijena Sánchez, Ismael Moya, Carlos Vega, Berta Elena Vidal e Battini y, en sucesivas camadas, una pléyade de continuadores y discípulos. El Congreso Internacional de Folklore reunido en Buenos Aires en diciembre de 1960, que presidía el doctor Cortazar, proclamó el 22 de agosto Día Mundial del Folklore y desde entonces esa fecha tomó carácter de efeméride.

Tradición popular

Quisiera dedicar una reflexión final a los cultores de "lo nuestro" -muchos de ellos lectores fieles del Rincón Gaucho-, quienes no quieren aceptar que esa palabra, que conceptúan ajena (folklore) y en la actualidad se aplica a manifestaciones muchas veces espurias, sea la que designa a su entrañable herencia de bienes culturales profundamente propios en la pequeña intimidad localizada de su grupo portador. A esos efectos basta con hablar de "tradición popular", aquella entidad en cuyos imaginarios labios puse una vez conceptos autodefinidores que, según dicen, ayudaron a comprenderla: "Yo me conservo en un ser/ que no es, sino que está siendo;/ no vivo si no he vivido,/ n he nacido, estoy naciendo".

Por Olga Fernández Latour de Botas
Para LA NACION

     
 
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