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Ecos de "un remoto pasado aún viviente" en la obra de Aretz
 
Esta investigadora y compositora dejó las bases para crear una identidad musical propiamente latinoamericana
 

Puede la muerte cubrir de silencio a quien ha dejado tanta música? Tal vez aquellas voces indígenas y criollas, que Isabel Aretz registró con riguroso criterio científico en el interior de América latina le permitan escapar de la finitud completa.

Acaso esos instrumentos vibrantes, de factura antigua, en los que se inspiró para crear sus propias composiciones musicales traigan hoy el eco de aquella investigadora que aguantó el sol del desierto y la espesura de la selva para encontrar los sonidos que por tradición oral llegaban desde "el fondo de los tiempos".

Quizá por su contacto con el misterio del tiempo contenido en la música es que hayamos tenido la impresión de que esta discípula de Carlos Vega nos sorprendería siempre con algún nuevo libro o con el estreno de una obra sinfónica. La vigencia de su metodología de estudio y de sus observaciones sobre el folklore latinoamericano, sin embargo, nos enfrenta a una tarea aún pendiente, que Isabel Aretz encaró con su esposo, Luis Felipe Ramón y Rivera, y para la que convocaba a jóvenes investigadores: el rescate de una identidad musical, "que no se logrará sino mirando hacia adentro, como lo hicieron Africa o Asia", advirtió en 1979, en una nota publicada en LA NACION.

Allí señalaba la coexistencia de dos mundos: aquel en el que las elites se rigen por un concepto de cultura que responde a los imperativos de la moda de las capitales europeas y norteamericanas, y aquel otro en que pervive la cultura de los g rupos folklóricos o étnicos, por obra de la transmisión oral. Aretz advertía que esta cultura fue generalmente considerada sólo como algo pintoresco, que pocas veces recibió un tratamiento acorde con su calidad artística y que casi nunca se promovió su desarrollo.

Insistía la investigadora en la necesidad de abrevar en las creaciones autóctonas, no para componer música indígena, sino para lograr un estilo americano contemporáneo. Había cierta urgencia en su interés por encontrar aquel patrimonio en su pureza. Temía que se extinguiera allí donde nadie pudiera registrarlo o que se desnaturalizara por influencia de los medios de comunicación (ella prefería llamarlos medios de difusión puesto que "crean una falsa ilusión de diálogo").

"La intromisión de música popular foránea en nuestros países nos está haciendo perder nuestra identidad musical, no sólo la folklórica y mestiza sino inclusive la aborigen, que hasta hace pocos años era la mejor resguardada debido a la incomunicación. Hoy la radio, los discos y la televisión están terminando en gran parte con una de las fuentes culturales más apreciadas y menos conocidas de nuestro continente", escribía en su "Historia de la Etnomusicología en América latina" (1991).

"Me interesa ir al fondo de las viejas culturas, tomar algunos de sus elementos y con ellos desarrollar una música propiamente argentina y americana, ajena a la influencia europea", nos había dicho meses atrás. "Creo que en los conservatorios habría que enseñar esa música a los nuevos compositores. Somos el continente más nuevo y estamos a tiempo para el rescate. Los jóvenes de hoy deberían encargarse de ello", insistía.

En ese objetivo estaba empeñada como directora del Instituto de Etnomusicología y Creación en Artes Tradicionales y de Vanguardia, de la Universidad Nacional Tres de Febrero. A esta institución había donado buena parte de su biblioteca y quería conseguir para ese archivo una copia de las colecciones tomadas de oído en "zonas de urgencia" -donde la música corría riesgo de perderse-, que quedaron en el Instituto Interamericano de Etnomusicología y Folklore, de Venezuela (organismo que condujo durante 15 años).

"Para los compositores es fundamental la música indígena. Ahí están las raíces", nos decía el año pasado, mientras preparaba un manual sobre folklore para las escuelas. En ese diálogo nos confió su inquietud por el enorme trabajo que queda por delante en aquellas zonas geográficas del país apenas estudiadas, en aquellas culturas sólo entrevistas. Mencionaba "lo que fue la antigua gobernación de los Andes -en territorio salteño- y la música guaraní, una cultura tan importante como la incaica o la aimara. No veo los mitos aborígenes rescatados aquí. Hay una gran subestimación de lo autóctono".

Traía de lejos esa preocupación por el registro y el estudio interdisciplinario de la música prehispánica, que antes era pasatiempo de aficionados. "América latina, despierta... Nuestra obra será una muestra de un campo olvidado, el de la música oral, subestimada generalmente por los maestros del solfeo y la teoría, que confunden la notación con la música", advertía en la obra antes mencionada.

También llevaba en sí una permanente actitud de docencia, al punto que no desaprovechaba oportunidad para recalcar que la etnomusicología supone el estudio de la música en la cultura, de manera que además de la composición en sí, interesa conocer quiénes la ejecutan, por qué y para qué lo hacen, desde cuándo y cómo (la tradición y sus modificaciones). Con pocas palabras daba a entender que ese campo de saber está bien lejos de la improvisación y que es ineludible tener conocimientos musicales previos, fundamentalmente, dominar la escritura musical.

Isabel Aretz murió el 1° de este mes, a los 96 años. Queda entre nosotros la música que recogió -"ese pasado remoto aún viviente"-, al menos sesenta obras compuestas por ella que nunca fueron ejecutadas en público, y unos 25 libros sobre etnomusicología. Todo ello podrá ser, como la materia a la que dedicó su vida, "la base de un desarrollo posterior, de lo que podremos llamar arte latinoamericano".

Fuente: Rincón Gaucho -Por Analía H. Testa
de la Redacción de LA NACION

 

 
     
 
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