Había 
												elecciones en la capital y, por 
												supuesto, también se celebraban 
												allí, en el pequeño caserío a la 
												vera de la vía de trocha 
												angosta, a metros de una 
												estación que parecía de juguete 
												y tenía malvones rosados y un 
												cuzco ladrador. A unos cincuenta 
												pasos, el Almacén de Ramos 
												Generales ostentaba enorme 
												cartel aun cuando los ramos en 
												cuestión fueran pocos: papas, 
												arroz, cebolla y, claro, yerba, 
												damajuanas y ginebra. A no ser 
												que jugar al mus y chimentar 
												fueran parte de los ramos. 
												Más allá del 
												mentado generales, esto es, del 
												boliche, digámoslo abiertamente, 
												estaba la escuela, ese año una 
												vez más escenario del comicio. 
												Todos sabían -todos- a quién 
												votaría el viejo Carmelo, no por 
												nada el patrón de El Mangrullo 
												le tenía tanta simpatía; tampoco 
												era una duda a quién votaría la 
												Teresa y el Antonio. Y era una 
												certeza que doña Rosa -la que 
												tanto añoraba al líder y sobre 
												todo a la esposa de éste, su 
												adorada santita- caería más bien 
												a última hora. 
												Los dos 
												fiscales, compadres y 
												antagonistas eternos en el mus y 
												en el truco, habían peleado en 
												esa misma escuela por el amor de 
												la maestra, así como luego por 
												algunas niñas. Y por religión, 
												en discusiones de órdago acerca 
												de la justicia o no de la 
												existencia del limbo. A veces 
												ganó uno y otras la taba se daba 
												vuelta. Hoy eran perdedores 
												alternos en política y en 
												fútbol, ese género especial de 
												la vida que tantos nervios les 
												producía, ya que aparte de los 
												equipos nacionales tenían sus 
												simpatías zonales. Por eso uno 
												era ferviente de La Gloria y el 
												otro alentaba a Juventud Unida. 
												Ellos se chichonearon tanto como 
												se necesitaron. Siempre. Y, hoy, 
												allí estaban una vez más 
												haciendo de fiscales. Toda vez 
												que aparecía el viejo Flores u 
												otro de esa edad con medallón y 
												rastra traían el mismo chiste 
												del pasado. 
												"Hoy no votan 
												los conservadores, vuelva el 
												lunes." 
												O 
												atormentaban un rato a quien 
												pudieran. 
												"Usted no 
												puede votar, doña Ulogia, no ve 
												que el documento dice Eulogia." 
												Esto demoraba la cuestión mucho 
												tiempo, y eso estaba bien porque 
												lo que sobraba era tiempo para 
												llegar al recuento de votos. 
												Como dijimos, 
												las incógnitas eran pocas, 
												poquísimas, casi se reducían a 
												una y, en eso, los fiscales se 
												ponían absolutamente de acuerdo. 
												Mientras uno miraba de reojo el 
												camino a la iglesita barroca, el 
												otro marcaba con un punto el 
												sobre del cura para constatar 
												luego a quién había dado el 
												voto. El presidente de mesa 
												miraba convenientemente el 
												techo. Como los curas eran 
												cambiados a menudo, así sucedió 
												siempre que hubo elecciones en 
												aquel pueblito bonaerense de 
												cuyo nombre no podría olvidarme.
												
												Fuente: 
												Por Carmen Verlichak 
												Para LA NACION