Una 
								sombra doliente sobre la pampa argentina" -así 
								lo describió Rafael Obligado en un poema 
								memorable- el payador, personaje viril y 
								emblemático de la iconografía pampeana, alcanzó 
								condición mítica. Desde los albores de la patria 
								ha tenido constante presencia en la memoria 
								colectiva y popular.
								La leyenda suele reiterarnos la imagen de un 
								ser libertario, de habitual andar a caballo, que 
								con voz y guitarra empardadas contaba las 
								crónicas de los sucesos y las gentes con 
								improvisada habilidad. Se lo ha mentado en 
								páginas inolvidables, en relatos de viajeros, en 
								el acervo del arte tradicionalista. 
								El payador era un caminante del albedrío, 
								encontraba albergue en ranchos y pulperías, 
								participaba de la rueda alrededor del fogón, 
								entonaba sus coplas enredando galanteos y 
								nostalgias. Con el tiempo se hizo urbano, 
								frecuentó a políticos y caudillos, trocó en 
								contestatario y, finalmente, subsistió mudando 
								con el progreso. 
								Payadores los hubo de laya, más allá de los 
								ficcionados por la literatura y la tradición 
								anónima. En el siglo pasado surgieron, por 
								ejemplo, Gabino Ezeiza, José Betinotti, Higinio 
								Cazón o Antonio Caggiano. Cantores orilleros, su 
								mensaje tuvo eco en recintos impensados: 
								boliches, comités, circos, radio y cine, en un 
								novedoso proceso mediático. 
								El oficio de payador, si así cabe llamarlo, 
								no fue, si embargo, potestad del hombre. 
								Curiosamente, la reminiscencia nos lleva, 
								algunas pocas veces, a rescatar nombres de 
								mujeres que, a su tiempo, despertaron la 
								sorpresa y la admiración de los ocasionales 
								contertulios. Marcelino Román, paisano de 
								Victoria, letrado en poesía, solía recordarnos 
								en las veladas que compartíamos, entre otros, 
								con Linares Cardoso, "Juanele" Ortiz y Amaro 
								Villanueva, en su casa de la costa de Paraná, a 
								una mujer, Ruperta Fernández. De ella se 
								memoraban anécdotas, verídicas o fraguadas, que 
								trascendieron en el tiempo y la relación oral 
								entrerriana. 
								Ruperta, oriunda de La Paz, a orillas del río 
								Feliciano, era mujer agalluda, optimista y 
								servicial. Asistía a los enfermos con unguentos 
								y pócimas cuya composición mantenía en secreto. 
								Oficiaba de amable componedora en disputas o 
								rencillas, ayudaba a las parturientas, 
								aconsejaba y establecía reglas de convivencia. 
								Decían que nunca se le habían conocido amoríos y 
								que, en la velada voz de su canto, dejaba verter 
								la tristeza y la añoranza de algún penar 
								celosamente oculto. No le faltaban asedios ni 
								remilgos sentimentales, pero ella, al parecer, 
								permanecía fiel a un sueño, a un recuerdo. 
								No faltaba a las fiestas. Asistía con su 
								guitarra encordada a la zurda, el mástil 
								adornado con cintas que representaban los 
								colores de todas las banderas americanas y, sin 
								hacerse rogar, cantaba improvisadas coplas con 
								sucesos de la zona y, más atrevida, algunas 
								recetas rimadas de su medicina empírica. Siempre 
								se le privilegiaba un lugar en la reunión y ella 
								lo compartía con su belleza personal y su 
								inseparable guitarra. Román contaba estas cosas 
								mientras la ronda del mate monologaba a la 
								callada y contemplábamos por el ventanal el 
								suelo empapado por las flores del jacarandá, y 
								oíamos pasar a los pájaros silvestres silbando 
								chamarritas. 
								Fuente: Por Luis Ricardo Furlan 
								Rincón Gaucho :LA NACION