Mamerto 
							Menapace tiene las alforjas llenas de historias para 
							compartir. En diálogo profundo con el cielo y la 
							tierra forjó su oficio de labrador, sembró su 
							semilla en el campo del alma humana y se dedicó a 
							cultivarla. Con su entrañable afabilidad benedictina 
							comparte unos mates con el cronista en su celda del 
							monasterio de Los Toldos, donde reza y escribe esos 
							innumerables cuentos del color de la tierra. 
							Autor incansable de 
							cuentos y poesías, ya lleva editados más de 25 
							libros. "No recuerdo cuándo escribí mi primer libro, 
							pero recuerdo que ya los contaba desde chiquito", 
							responde al ser interrogado sobre sus orígenes como 
							escritor. 
							En su prolijo 
							escritorio, en una carpeta de cartón celeste anotada 
							con trazo grueso y oscuro se lee "en la luz de mi 
							tierra". Ese es el título del libro que está 
							escribiendo. 
							-¿Qué significa 
							"en la luz de mi tierra"? 
							-Habían pasado 
							apenas unos días de la muerte de Atahualpa Yupanqui, 
							cuando a través de una persona que trabajaba en un 
							banco y que habitualmente visitaba el monasterio, 
							recibí una estampita con un saludo firmado por él. 
							Decía: "Para Mamerto, en la luz de mi tierra". 
							Sucedió que Atahualpa estaba leyendo un libro mío, 
							"Las Abejas de la Tapera", y fue al banco a retirar 
							un dinero para llevarse a Francia. Al llegar a la 
							ventanilla con el libro debajo del brazo el banquero 
							en cuestión le comentó que conocía al autor del 
							libro y agregó que yo estaría muy gustoso en recibir 
							un saludo de él. Fue así como en el mismo banco 
							escribió en el revés de una estampita ese saludo: 
							"Para Mamerto, en la luz de mi tierra". 
							-¿Cómo te marcó 
							el campo? 
							-El campo ha sido 
							mi geografía. Para mí no se trata de un disfraz ni 
							de un fin de semana. Pienso que hay personas que de 
							alguna manera la geografía les perfuma la historia. 
							Evidentemente, el viento, que es uno solo, le 
							arranca un canto diferente a cada cosa: lo que 
							reacciona al viento puede ser un molino, una 
							casuarina o una antena. Sin embargo, el zumbido 
							suena distinto en cada cosa. En mí, todo lo rural, 
							resuena de una manera especial. 
							-¿Cómo empezaste 
							a tomar contacto con la gente de la tierra, con los 
							paisanos? 
							-Mis cuatro abuelos 
							eran tiroleses, vinieron con la gran inmigración a 
							Santa Fe. Sin embargo, para ese momento ya había 
							todo un mundo criollo-indígena en el chaco 
							santafecino donde yo nací. Mi encuentro con lo 
							criollo, entonces, es simplemente por haber nacido 
							en un ambiente sumamente criollo; yo iba a una 
							escuela que quedaba en la ceja del obraje. Allí se 
							daba la extraña conjunción de que la mitad de los 
							chicos éramos gringos y del otro lado estaban los 
							criollos que hablaban güaraní. Lo curioso es que en 
							la escuela mis mejores amigos eran los chicos 
							criollos: esos sí que eran todos de a caballo y de 
							facón al cinto. Recuerdo que a Tito Galarza, uno de 
							mis compañeros, la maestra lo tenía que palpar de 
							armas antes de entrar a la clase. Claro, tenía que 
							recorrer todo el monte entonces se venía calzado con 
							su 38 que a veces dejaba en el apero... pero a veces 
							no. 
							-¿Cuál es la 
							identidad de nosotros los argentinos, cuáles son 
							nuestras raíces? 
							-Yo diría que somos 
							crisol de razas. Sin embargo, es evidente que hay 
							una conciencia de argentinidad. Tiene un poco que 
							ver con la historia. Pero no hay nada que hacerle, a 
							la pampa le tiras gringos y te rebotan criollos. Te 
							podes apellidar Falú o Landriscina y tener una 
							conciencia de argentinidad sumamente fuerte. 
							
							-¿Crees que los 
							paisanos tienen sentido del humor o más bien un 
							sentido trágico de la vida? 
							-El humor, como la 
							música, es una expresión del alma que puede variar 
							según la zona: yo diría que el cordobés tiene un 
							humor sarcástico. El chaqueño, con sus cuentos, es 
							más bien reflexivo y lo deja a uno pensando. El 
							cuento cuyano es más bien picaresco. El porteño es 
							un poco trágico y más bien sobrador, como su tango. 
							Los cuentos santiagueños, como su música, son 
							vivaces y saltarines, y los litoraleños son más 
							señoriales. Diría, entonces, que el hombre de campo 
							tiene una gran capacidad para apreciar el humor.
							
							-¿Cómo 
							describirías la fe de la gente del campo? 
							
							-Es sumamente 
							religiosa. Tiene un cariño profundo por la vida, por 
							la cruz. Sin embargo, es sumamente parca en gestos 
							de devoción, para que vaya a misa tiene que haber 
							una motivación seria. Yo diría que para ellos la 
							misa es como la yerra: se vive intensamente pero 
							sólo una vez al año. 
							Fuente: Juan 
							Pablo Baliña 
							LA NACION - Rincón Gaucho